La sugestiva belleza de su increíble estructura armónica y colorista, ha surgido entre nosotros con su apariencia fascinante desde los remotos horizontes de lo desconocido y desde los espacios frondosos de ignotas geografías, para convertirse, en nuestros días, en el símbolo floral de la ciudad de Santiago. Podría afirmarse que es la más hermosa de todas cuantas flores existen en el mundo. Junto a su nombre más común lleva el apelativo que la funde con el gran mito occidental de la cristiandad y con aquellos valientes guardianes que cabalgaban como el viento por las sendas jubilares del medioevo. Apareció como salida talmente de entre las láminas intangibles de un tiempo manuscrito y dibujado, para enraizar en el misterio de la antigua urbe levítica construida de lluvia y sol y piedra, de sol por entre la lluvia, de piedra y de sol enmarcando las sombras y las voces. Como germinada del intenso arrebol de algunos lentísimos ocasos contra la alzada levedad de las graníticas fachadas barrocas del Obradoiro, rutilantes con la luz de la noche que viene a esculpirse bajo el claror del rincón absidal de las estrellas. Porque la Flor de Santiago es como uno de esos grandiosos secretos de la naturaleza que los alquimistas intentaban desvelar en los albores de la ciencia, un enigma de ardiente cromatismo en su airosa arquitectura vegetal rítmica, casi una íntima melodía de silencio en la belleza de la pulpa púrpura de su evanescente presencia.
La planta que nos agasaja con tan maravillosa flor vino –junto con innumerables productos, semillas y objetos aquí nunca vistos– entre las recogidas por la relevante misión científica naturalista enviada a ultramar por el monarca Felipe II, comandada por el ilustre médico y botánico Francisco Hernández, y fue registrada inicialmente con el nombre de Narcissus Indicus, en 1577. La revelación, sin embargo, o primera descripción textual de esta flor –considerada luego por la inmensa mayoría de sus estudiosos como de una apariencia hermosísima– se debe al médico luso-hispano Simón de Tovar, poderoso comerciante de mercaderías mediterráneas y de aquellas otras que eran transportadas, por intrépidos mareantes o negreros, en las bodegas de las naves que retornaban de las exóticas regiones de ultramar descubiertas hacía cien años. A él también se le debe el haber ampliado la primera denominación con una alusión al hecho jacobeo: esa estratégica creencia casi mágica entre hazañas de reconquista y tensiones pontificales. Su nombre acabado de pronunciar se difundió entre los pueblos europeos por las vías de la comunicación científica y del peregrinaje, extendiéndose como hondas raíces ecuménicas que se proyectaban desde el lugar donde se había producido la invención de los restos apostólicos en el atlántico Reino de Galicia.
Poseedor de curiosos conocimientos acerca de plantas exóticas, en una carta de 1596 Tovar le hace saber al botánico franco-flamenco Charles de l’Ecluse, o Carolus Clusius, que está preparando un catálogo en el que se deja constancia de una especie llamada Azcalxóchitl o bulbo con flor roja (en lengua azteca náhuatl), y que genera un delicado conjuro cromático de fascinación o de sensación de encantamiento. “Su raíz bulbosa –le describe– tira a negro en el exterior, de cuya base cuelgan muchas fibras algo pesadas y de color tirando a oscuro; de su parte superior salen muchas hojas que se esparcen por tierra, gruesas, oblongas, semejantes a los pámpanos, de color verde también oscuro. De en medio de estas surge un solo tallo de color rojo intenso, de nueve pulgadas o un pie de altura, hueco y esponjoso en el interior, redondo y de tallo delgado. Termina éste en una flor muy grande de un color rojo subido, de modo que su forma y color me recuerdan la espada que llevan los caballeros de Santiago en su atuendo, y de ahí que yo pensara en darle el nombre de Narcissum Indicum Jacobeum”. En una nueva carta, ya florecidos los bulbos en su huerto sevillano, le hará una descripción más detallada del narciso al que el le puso nombre. Este calificativo, que alcanzó gran difusión popular, acercó la flor hermosísima a formar parte del imaginario de referencia jacobea, pues es preciso además tener en cuenta que la fusionada Orden Militar de los Caballeros de Santiago se fundó en el monasterio de Santa María de Loio, en el siglo XII, en Cortes, comarca gallega próxima a Portomarín, sobre el camino francés, lugares citados en vetustos pergaminos e historias de peregrinos. E incluso de antaño sobresale como insignia visible en los negros hábitos talares canonicales, o a ambos lados del nicho que protege la efigie del Apóstol Peregrino en la catedral compostelana, sugiriéndonos al anochecer esa asombrosa visión cromática de la oscuridad de la cápsula bulbar y el color granate luminoso de su eflorescencia.
Muchos otros botánicos utilizarían esa adjetivación que la caracteriza y le confiere ese trazo primordial de la esencialidad de Compostela: así Pierre Vallet, en 1608, con el de Lilio Narcissus Indicus flore rubro Vulgo Jacobeus, o el de Narcissus Indicus flore rubro Vulgo Jacobeus, en el renovador libro botánico “Le jardin du Roy Tres Chrestien Louis XIIII, Roy de France et de Navare, dedie a la Royne Mere de Sa Maieste”; John Parkinson, en 1629, con el de Narcissus Iacobaeus flore rubro; o como De Bry, en 1647, en alguna variedad como el Narcisssus latifolius Indicus rubro flore vulgo Iacobeus; y Robert Morison, en 1680 con el de Lilionarcissus Jacobaeus latifolius Indicus rubro flore. Fue, de este modo, que los nombres vulgares surgidos de esa nomenclatura santiaguista arraigaron en muchas lenguas europeas como se ha visto publicado: español (Flor de Santiago, lirio de Santiago, capa de Santiago, encomienda de Santiago), francés (Lis de Saint-Jacques, Croix de Saint-Jacques), inglés (Jacobean Lily, St. James Lily), alemán (Jakobslilie), finés (Jaakopnlija), húngaro (Jakabliliom), checo (Jakubská lilie), portugués (Lirio de São Tiago), etc.
Acaso el último fitólogo, estudioso de las plantas, que le atribuyó un nombre de este tenor haya sido Johann Jakob Dillenius con el de Lilio Narcissus jacobaeus, flore sanguíneo nutante, en 1732 en su “Dillenian Herbarum of Hortus Elthamensis”. O, desde luego, John Hill, en 1759, con el de Jacobaean Amaryllis, pues la denominación científica de los especímenes de esta clase ya recibían desde seis años antes, en 1753, por el botánico sueco Carl Linnaeus (Karl von Linné, o en español Carlos Linneo) el apelativo Amaryllis formosissima, utilizando su paradigmática designación de doble nominación (género y especie). Finalmente, y hasta la modernidad, adoptarían la forma definitiva de Sprekelia formosissima, dada, según parece, por el Rdo. William Herbert, botánico y literato inglés, en 1821. Una larga andadura la de nuestra flor peregrina, de no fácil seguimiento por las permanentes e imposibles nieblas del pasado, que arribó de descubiertas singladuras en el poniente ultramarino hasta los antiguos caminos que la llevaron a las más lejanas urbes de Europa, y desde los viejos almacenes de los mercaderes y los escritorios y huertos de los botánicos o en los cuidados jardines de los palacios, para cultivarse y ser difundida como rareza por viajeros y correos en talegos, macutos o alforjas en dispares destinos del Viejo Continente.
En distantes días sin fechar, entre los finales renacentistas y el llegar de la Ilustración en lo que se refiere al estudio de la naturaleza, de la biología y de la botánica, algunos ejemplares de la flor de esta especie comienzan a manifestarse en Galicia, váyase a saber llegados por qué extraños arcanos de qué rutas circunstanciales y qué itinerarios nunca descritos, qué vías peregrinas o insondables azares. Viene traída desde la fecunda vastedad de las Indias Occidentales a los pagos apostólicos así como a esta patria donde tanta vida distante y tanto saber y leyendas aquí llegaron. Se sabe, con certeza, que cuando hizo su segundo viaje a Galicia, tierra familiar y entrañable para el ilustre y sabio fraile benedictino Martín Sarmiento (1695-1772), figura sobresaliente en el saber ilustrado, incansable andador de leguas y leguas de caminos siempre atraído por la pasión colectora de palabras, de plantas e itinerarios, supo de esta flor en la comarca pontevedresa conforme comenta en el “Catálogo de voces vulgares y en especial de voces gallegas de diferentes vegetables” (1754-1758), dando noticia de haber visto esta hermosísima flor en Pontevedra, en una huerta del monasterio de Poio antes de ser abandonado por los monjes benedictinos, y así se lo había de comunicar a su buen amigo Joseph Quer y Martínez, distinguido cirujano consultor del Ejército y eminente botánico.
Una amistad que confirma el insigne fitólogo C. Gómez Ortega, gran promotor, además, de expediciones científicas, al hablar del viaje que Quer hace a Galicia en 1761 y referirse a las bondades de la patria gallega “cuyas riquezas naturales, le ponderara, justamente, su íntimo amigo el P. Fr. Martín Sarmiento”. Refiriéndose a aquel viaje y a nuestra flor, Quer recuerda, en el apartado dedicado al Lilio-narcissus Jacobaeus, que la vio “copiosamente en Galicia en la Villa de Pontevedra, en tierra, y al aire libre” y que florece en junio y julio. Se nos dice, asimismo, que también se encontraba en el jardín de Joseph de Castro, de quien se sabe que era auditor de la Provincia Marítima de Pontevedra. El Padre Sarmiento en aquella ocasión recogió un bulbo y se lo llevó para plantar en la celda conventual, esperando ansiosamente que la prodigiosa eflorescencia se produjese como quien cultiva un sueño efímero en un tiesto de silencio.
En relación con la urbe universal, convergencia de esperanzas y de sendas peregrinas, aún es posible que en su intrahistoria se guarde la vaga certeza de la presencia de nuevas flores en el recinto ciudadano. Surgen entonces entorno al eminente botánico, de origen francés, el abad Pierre André Pourret, cuando pasados los años vino de Madrid (tras ser subdirector del Jardín Botánico) para Galicia, primero a Ourense como canónigo de la catedral en 1804 hasta huir al monasterio berciano de San Pedro de Montes a causa de la invasión napoleónica en tierras galaicas (Izco&Álvarez,1996). Pasando después a Compostela, en 1814, con una canonjía y en donde también dió clases abiertas (un mozo Ramón de la Sagra asistió a ellas) hasta acaecerle allí la muerte en 1818. Durante su permanencia compostelana, se estima que vivió extramuros, en una casa de la calle de Pitelos (entre la cuesta y crucero de Castrón de Ouro y el fondo de la Horta da Inquisición con la calle del Hórreo), con un pequeño terreno hacia los campos que descendían al valle del río Sar, y en el que tenía un cuidado jardín con otras diversas especies. Pourret había coleccionado a lo largo de su vida un valiosísimo herbario de unos ocho mil pliegos de vegetales, cedido al Colegio de Farmacia de Santiago en su fundación en 1815 y que, al ser clausurado temporalmente, fue trasladado a la Facultad de Farmacia de la Complutense madrileña, de donde nunca más se devolvería.
Perdido en el transcurso del tiempo y en las mudanzas de la fortuna, el ovillo con el hilo histórico de este soberbio relato de interrumpidas secuencias, casi fantástico, quedó en el olvido y la hermosa flor con él. En la actualidad, inesperadamente, como a veces surgen las cosas maravillosas, por fin reaparecería. Hace un año la Flor de Santiago se hizo visible en el contexto de la espléndida exposición “Galicia en cartel”, celebrada alrededor del pie de la elevada columna con copa de arcos y ojivas (la ‘palmera’) de piedra en gótico languedociano, que ampara el atrayente ábside de la Église des Jacobins, en Toulouse. Fue como encontrar una parte misteriosa del pasado. Y desde aquellos espacios antiguos de polícromas transparencias vitrales, la Flor de Santiago viene ahora hasta nosotros protagonizando su exhibición natural y su propia historia, en la muestra magnífica que enriquece y reactiva nuestra memoria en el marco donde, aquí también, la luz de altísimas ventanas estrechas ilumina un sugestivo sosiego de soledades góticas florecido de ojivas. El escenario se focaliza en el crucero y en la cabecera de tres ábsides, el central y los laterales, bajo airosas bóvedas de crucería que aportan un pétreo dosel protector y ornamental a esta singular especie floral, de delicado encantamiento que ilumina con tonalidades granates el entorno del tiempo penumbroso allí recogido. Y, alzándose, ahí está la Flor de Santiago, un símbolo del arrebol contra la piedra de la resistencia y de la esperanza, como una llama del altar del sol poniente en el finisterre gallego, púrpura luz crepuscular del aire llegado de todos los caminos que traen a Compostela, ardiente sueño de distancias.
© Salvador García-Bodaño, 2009
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